Esa mañana se sobresaltó. En pleno intento de recrear el zapateo de Dick van Dyke pisó mal sobre el enorme baúl sepultado bajo trastos viejos y estuvo a punto de doblarse el tobillo. Con una arpillera disimuló el hundimiento provocado a la madera y dejó su pie en descanso. En verdad fue una prevención banal, su tío no parecía interesado más que en el orden y limpieza de las herramientas para cuando llegaba algún potencial comprador. Pero si bien ese mundo había sido no sólo de su propio abuelo sino también de su padre, todo sucedía como si Dante fuese el propietario de ese mundo; y él un intruso al que le habían concedido una estadía pronta a vencer.
Volvió a leer las llamadas a pie de página del libro contable. La serie curiosamente se interrumpía dos años antes del último ritual de Adolfo y Alicia. Hugo hubiera deseado preguntarle a su propio padre sobre la historia de esos dos. Pero él recién volvería en febrero de su viaje. Por otra parte su papá no se caracterizaba por ser alguien enterado de la vida de los otros. Tampoco sería fácil bordearlo sin preguntarle sobre la posible presencia de una mujer entre sus propios padres.
Las últimas palabras de esa tercera voz del libro tenían algo, una cierta referencia al gesto de pelar manzanas, que lo conmovía sin entender bien por qué. Se secó la humedad de sus párpados pero sólo se provocó un pequeño lodazal al borde de las pestañas. El aserrín dulce que perlaba sus manos y flotaba en el aire le irritó los ojos. Por un momento sintió como siente un carpintero ciego que no gobierna el fruto de sus manos, pero que por el tacto se entera del pequeño gesto logrado en la madera.
Quién no se ha preguntado alguna vez, enredado en serpentinas de viruta, "¿así era la felicidad de mis ancestros?".
Guillermo Cabado
(todas las fotos fueron tomadas entre Montevideo, principalmente, y Colonia)
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